Aquella tarde todo sería distinto en el colegio para Ana. Ella no lo sabía, ni se lo imaginaba, esperaba que la tarde transcurriera igual de monótona que siempre, cantos, rezos labores, y algo de juego. La entrada del director hizo a la clase ponerse de pie. Y con ayuda de la profesora, eligieron a dos de las niñas más mayores de la clase. Una de ellas, Ana.
Las mandaron a una aula que había vacía al final del pasillo, más bien parecía un almacén, no había apenas pupitres, y los que había eran viejos y amontonados, también había viejos mapas de pared enrollados y cajas de cartón con papel y libros .
Y en medio de la clase un inmenso caldero que no sabía cómo había entrado aquello allí, y encima de él, bien encajado en el borde, un tremendo colador de unas dimensiones que nunca había visto.
A su lado, muchos sacos de papel que pesaban bastante para el frágil cuerpecito de Ana, sacos que con la ayuda de su compañera consiguieron ponerlos de pie y abrirlos. Tiraron con cuidado del recio papel, no fuese a romperse por donde no debiera y el polvo blanco y sedoso que había visto por un clarito se derramara.
Le habían dado un cubo nuevo de plástico, tenían, (le dijeron,) que mezclar agua con aquella sustancia, y se transformaría en un líquido lechoso. Se pusieron manos a la obra. Hacer algo distinto, salir de la monotonía que no fuesen los deberes que tanto le aburrían le hacía ilusión. Pero había un problema, que se hacían grumos, muchos grumos, y había que remover con fuerza y con intensidad, y aún así no desaparecían. Así que el amasijo aquel pasaba al colador, y con unas grandes palas de madera que le habían dado los profesores, intentaron disolver aquellos endurecidos grumos que tanto se resistían. Había que ir agregando agua, no mucha, por que entonces saldría aquello muy claro, aguado, y no estaba dispuesta a hacerlo mal. ¡Cómo habían cambiado las cosas!
Quien le iba a decir a ella unos años atrás, cuando guardaba tímida y callada la larga cola de niños y niñas en el patio del colegio, y en su bolsillo, un papelito de estraza con azúcar y canela muy bien liado por su abuela, igual que el tendero liaba todas las cosas que compraba su madre. ¡Le encantaba ver el ligero enredo de dedos y papel que remetía y plisaba tan perfectamente en sus manos, de forma que no formaba un cartucho, pero sí una perfecta bolsa triangular herméticamente cerrada, y con sumo cuidado depositaba su madre en la cesta a la que a ella le encantaba ayudar cogiendo de un asa. Todos los días endulzaba aquella leche tan rara, que no salía ni de las cabras, ni de las vacas que eran las que ella siempre había conocido, sino de unos polvos blancos, que, de donde quiera que salieran, con la canela y el azúcar tomaba un gusto muy bueno, y con su onza des chocolate, y su canto de pan, su merienda era la más rica, y se sentía la niña más feliz del mundo.
Ahora era ella la que estaba haciendo la leche, ¡no se lo podía creer! ¿por qué se habrían fijado en ella? tenía que hacerlo bien para que no le regañaran.
Para terminar más pronto, los grumos que se negaban a deshacerse, tampoco querían tirarlos, ¡ni hablar! ¡Con lo buenos que estaban! Así que los pelotes se los metían en la boca, y con aquel pegamento en los dientes y en el cielo de la boca, aguantaban la risa y el miedo, removiendo el caldero de prisa, vaya que el profesor pudiera llegar a ver cómo iba la tarea encomendada y las descubriera con la boca llena.
Como seguían solas, abandonadas a su suerte, intentaron probar aquello directamente del polvo. Metieron la mano en el saco, cogieron un poco y se la llevaron a la boca, Ana sacó la lengua y la mojó en el polvo blanco, que al contacto con la saliva en un momento se diluyó y le supo bueno. No estaba tan mal, ¿o era que el estómago ya le pedía que lo llenara con algo? Repitió y volvió a repetir alargando la lengua y mojando en aquella leche una y otra vez. Al final decidió otra cosa, todo lo que tenía en la mano que era mucho, se lo metió de una vez en la boca, con la mala suerte que aspiró al metérselo, y aquel polvo se le fue por otro lado de la garganta produciéndole una asfixiante tos. Llorosa y polvorienta tuvo que beber agua una y otra vez entre la risa de su amiga que se revolcaba por el suelo de verla echa un payaso.
Experiencias que nunca se olvidan y siempre terminamos riéndonos de todo lo que recordamos. Y sentirte útil cuando eres una niña es muy importante, señal de que empiezas a ser responsable.
Vivencias que me gusta recordar.
La Dama del Silencio