Isabel vivía en una pequeña casita situada en una plazuela. Un lugar solariego y apacible donde se erguía un pequeño monumento a la cruz.
Una cruz de forja, sostenida por un estrecho muro encalado de blanco y donde nunca faltó el adorno de unas flores; aunque, en tiempos, aquel signo había ocupado un nicho en una de las paredes de los vecinos.
Tan cerca se encontraba Isabel de la cruz, que solo contaba unos pasos al salir de la vivienda y, arrastrando una silla baja, allí se detenía y la colocaba; aquel era su lugar, junto a las vecinas. Con sumo cuidado, tanteaba primero el asiento de la silla antes de encajar su trasero en ella, para no caer al vacío, y extraía del bolsillo de la falda un pañuelo blanco y lo colocaba sobre su cabeza, para protegerse del sol.
Con el tiempo, su rostro se había tostado tanto, que se podían apreciar sombras y manchas oscuras en la frente, en los pómulos y en la nariz, y que habían pasado a formar costras en la piel; tan difíciles de quitar que nunca lo consiguió. No miraba al cielo, ni tampoco miraba al suelo, para qué; solo giraba un poco la cabeza orientando el oído en su mejor posición cuando alguien le dirigía la palabra; por lo demás, sus pasos eran seguros y confiados en el libre camino que le guiaba su lazarillo. Los cinco sentidos se le habían desarrollado tanto con el paso de los años... Aunque, uno de ellos le había fallado, y mucho.
Con semblante sereno, se ajustaba a diario las gafas oscuras que ocultaban la nube que le cegó los ojos cuando era una niña; tan niña, que ni siquiera se acordaba, y que solo le dejó ver las tinieblas. Una oscuridad que se había afincado en ellos y nunca pudo desprenderse de ella. Pero había otra luz que sí le llegaba al alma, y también al corazón: la gente. Cuando alguien le hablaba se iluminaba toda, y en su mente cobraba forma todo lo que le decían. Isabel tenía un pequeño negocio con el que se ganaba el sustento: una pequeña mesa con la tapa de cristal donde guardaba con esmero los artículos que vendía: paquetes de tabaco y toda clase de chucherías.
Por la voz conocía a todos los vecinos, por los pasos y el perfume podía adivinar quién se acercaba a ella, por el tacto y el volumen distinguía todas las cosas: las monedas y los billetes. Sabía cómo era la luna, su luna; cómo era el sol, el que tanto le gustaba tomar en invierno y, cómo eran las estrellas que nunca pudo contar.
Todos los días, conforme con su suerte se sentaba en la puerta a trabajar, y con la media sonrisa que le caracterizaba, colgaba en el pecho la ristra de cupones y, con voz débil y rota por la edad, pregonaba:
—¡La suerte…! ¡La suerte…!
La suerte de los demás.
Mª Luisa Santos
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