Aunque parezca ficticio,
un día cayó del cielo
los genes de la alegría,
el duende, la sal y el beso,
unidos a la hermosura,
envidia de mil espejos,
por no saber reflejarte,
rotos quedaron perplejos.
Ante tan bella locura
se despertaba entre sueños,
esa brisa de frescura,
que propició gran desvelo
a un niño llamado Esteban,
que le hizo prisionero
y rendido a sus amores,
le prometió a los tiempos
detenerlos para siempre
y haciéndose su dueño,
se declaró a esa niña,
ofreciendo amor eterno.
Y todos quienes la quieren,
le miran con ojos tiernos,
quienes están en la tierra
y otros, desde los cielos,
que por cierto, ya son muchos
y que muy pronto partieron;
viendo desde el mejor lugar,
todos quedaron de acuerdo,
que gracia, duende y la sal,
se derramen en su cuerpo
y siempre sea agraciada
con la luz de los luceros,
el lubricán de la tarde
y los vientos marineros,
pintando la más hermosa,
la alegría de los huertos
y la guinda de la tarta,
la falda, con su revuelo,
el alba, a la mañana,
perejil del cocinero.
De todos quienes te aprecian,
cuéntase, yo, el primero;
hoy te proclamo ¡la salsa!,
rebosante de salero.
¡Viva la madre que parió!
¡La que te puso Consuelo!
¡FELICIDADES GUAPETONA!